Hoy, cinco de agosto de 2014, es un día que quedará grabado en nuestras retinas por muchos días, meses y seguro que años. Hoy es uno de esos días que te marcan de forma muy especial durante cualquier viaje y a nosotros nos ha sucedido durante este #Europara3. Un día en el que decides que debes hacerle frente a una realidad que aunque gris y tormentosa, forma parte de la historia y quieres conocer de primera mano el lugar y más aún cuando por casualidad terminas apareciendo cerca de él.
Esto es más o menos lo que nos ha sucedido estando en la bulliciosa y bonita ciudad de Linz al norte de Austria. Al llegar a la ciudad por carretera, nos cruzamos con varios indicadores que anunciaban Mauthausen situada a 25 Kilómetros de donde nos encontrábamos, entonces nos pusimos a pensar a que nos sonaba ese nombre y tras algunas vacilaciones, nos dimos cuenta de que se trataba de uno de los campos de concentración Nazi que hay por la zona. Sabíamos que existía, pero en ningún momento nos propusimos el acercarnos hasta él, desechando en nosotros un tono de curiosidad macabra y sobre todo porque viajamos con nuestro hijo y quizás no nos parecía una visita agradable para sus doce años.
Fue entonces cuando Álvaro al oírnos comentar nos propuso una excursión hasta allí, había visto casi por casualidad la película titulada, «Ell Niño con Pijama de Rayas» y quería saber más sobre esa dura y tremenda realidad que forma parte de la historia de la humanidad. Como quedaba cerca de donde nos estábamos quedando, decidimos planificar la visita para el día siguiente, no sin antes buscar información sobre el lugar para comprobar antes de ir que pudieran entrar los niños o a que edad se les permitía la entrada al recinto.
Mauthausen, hablaba español
La mañana amaneció fría incluso con una débil lluvia que iba y venía. Madrugamos como todos los días y a las nueve cogimos las bicis y nos acercamos hasta el centro de Linz situado a unos pocos kilómetros del campamento donde habíamos pasado la noche con la furgo, jornada que aprovechamos para hacer algo de ejercicio y realizar algunas pequeñas compras.
De regreso a La Cali y sobre la una del mediodía, picamos algo y pusimos rumbo hacia Mauthausen. Llegar hasta allí nos llevó poco más de media hora, aparcamos y bajo una minúscula lluvia que seguía acompañando el día, nos dirigimos a las taquillas del centro. A medida que íbamos avanzando hacia ellas, se iba levantando frente a nosotros la fachada del recinto, grande, ennegrecido, sin duda la palabra exacta para definirlo es la de triste, con imponentes torres de vigilancia a los lados, una oxidada alambrada y una larga chimenea de ladrillo que ponían los pelos de punta solo de verlo.
Una vez en su interior y nada más atravesar la única puerta de entrada al recinto, se abrió ante nosotros un amplio y largo patio llamado Plaza de las Formaciones y flanqueado por austeros edificios o barracones donde mal dormían los pobres presos y de los cuales se pueden visitar tres de ellos. Uno tras otro los fuimos recorriendo, estaban vestidos con suelos de madera que crujían como quejidos al pisarlos, pequeñas estancias ocupadas por diminutos camastros en forma de literas de madera oscura, unas diminutas taquillas también de madera y unas habitaciones con letrinas de las que ya nada quedaba excepto la silueta desdibujada por el paso del tiempo y que pudimos deducir gracias a las fotografías con escalofriantes imágenes que se exponen en el barracón número 7.
La cámara de gas, los hornos crematorios, la enfermería, o la sala de las autopsias son otras de las estancias que recorres y que hacen que te des cuenta que lo que allí sucedió supera con creces todo lo leído sobre ello.
Caminar por la cantera, donde los presos trabajaban durante las largas y penosas horas del día, hasta diez en ocasiones bajo una espesa capa de nieve en invierno y un tórrido sol en verano, extrayendo la piedra para la construcción del recinto, o bordear el precipicio por donde algunos de ellos eran arrojados por los guardianes y llamado cínicamente por los miembros de la SS, el muro de los paracaidistas, o subir uno a uno los 186 peldaños de la bien llamada Escalera de la Muerte, sinceramente es toda una experiencia que nos hace darnos cuenta de lo extrema que puede llegar a ser la crueldad humana.
Mauthausen era llamado por la SS el campo de los españoles, pues en él llegaron a ingresar hasta 7000 ciudadanos de esta nacionalidad e inocentes que lo único que perseguían era libertad y respeto hacia sus ideales políticos y de los cuales por desgracia solo pudieron sobrevivir una tercera parte. Otros cientos de miles de presos de otras muchas nacionalidades perecieron en este horrible lugar.
Hoy, ha sido para los tres, pero sobre todo para nuestro joven viajero, una experiencia que a buen seguro jamás olvidará. Observar la cara de estupefacción que se le queda a tu hijo ante las imágenes expuestas en la barraca número 7 o mientras camina por las demás instalaciones tétricas que solo recuerdan al sufrimiento extremo y a la muerte, escucharle al hablar sobre la impresión que ello le causa, es cuando te das cuenta que tu pequeño viajero hoy ya es un jovencito que rechaza la violencia y maldice una vez tras otra, a los que en ese mismo lugar no hace tanto tiempo disfrutaban haciendo sufrir a inocentes seres humanos.
Nosotros después de hoy, también opinamos como alguno de los supervivientes españoles del campo diciendo…
«Debemos seguir contando lo que ocurrió en Mauthausen y en el resto de los campos para que los jóvenes sean conscientes de que el monstruo puede volver. Que no se repita, sólo queremos que no se repita».
Hoy, aunque desagradable para los sentidos, nuestro joven viajero ha recibido una lección de historia y de sacrificio humano que en pocos libros lo hubiera aprendido igual. Una vez más nos hemos convencido que el viajar con nuestros hijos es la mejor lección de vida que les podemos regalar.